Sin la palabra que no deja de elevarnos a la categoría de
personas escogidas por Dios, nos quedamos o nos convertimos en pequeñas y
pobres personas atrapadas en la miserable y dolorosa lucha diaria por
sobrevivir.
Sin la palabra que hace arder nuestros corazones, no podemos
hacer mucho más que regresar a casa, resignados ante el triste hecho de que no
hay nada nuevo bajo el sol.
Sin la palabra, nuestra vida apenas tiene sentido, vitalidad
ni energía.
Sin la palabra no pasamos de ser personas insignificantes,
que viven una vida insignificante y muere una muerte no menos insignificante.
Sin la palabra, tal vez lleguemos a ser objeto de interés
periodístico por un par de días, pero no habrá generaciones que nos llamen
bienaventurados.
Sin la palabra, nuestros esporádicos dolores y tristezas
pueden extinguir el Espíritu dentro de nosotros y hacernos víctimas de la
amargura y del resentimiento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario